viernes, 13 de febrero de 2015

Capítulo 17

La luz entraba por las ventanas y golpeaba a Arya en la cara. La reina brillaba, más que nunca, y sus ojos dejaban salir una rabia que nunca se había sentido en este mundo. Tenía la corona frente a sus pies, partida por la mitad y con la espada culpable de ello echada al lado. Llevaba la capa caída sobre los hombros y sujetaba la Vara real con tanta fuerza que en cualquier momento empezaría a sangrarle la mano.
       No había nadie más en la sala.
     "Humillada", pensó Arya para sus adentros. "me han humillado totalmente. Esos aprendices de reyes me han humillado... Todo estaba a mi favor, debería haber aplastado ese castillo como a una hormiga. ¡Pero no! Humillada... Humillada..."
     Arya continuó dando vueltas a la misma idea mientras oía metal y espadas en el patio, donde cientos de miles de soldados se preparaban para la próxima batalla. La última batalla, se decía a si misma la reina. No podía parar de pensar en Keithl. Recordaba una y otra vez como él la miro, como le temblaba la mano y cómo clavó su mirada en sus ojos cuando ella le atravesó el corazón. "Al menos conseguimos, conseguí algo allí." pensó mientras notaba un sabor agrio en la garganta.
     La puerta se abrió y un soldado avanzó dos pasos, hizo una reverencia y fue hasta los pies del trono. Se arrodilló y esperó a que la reina le diera la palabra. Nunca había estado nunca tan asustado. Arya había adquirido un carácter, una mirada y un temperamento que hacía creer a cualquiera que hablaban con alguien por encima de lo humano, que hablaban con alguien que era realmente peligroso.
     -Majestad -se atrevió finalmente a decir después de esperar pacientemente a que ella le diera la palabra-, el pueblo pide...
     -¡Fuera! -Arya se levantó de golpe, bajó los escalones y le dio una patada en la boca al soldado. Éste empezó a sangrar, y prácticamente arrastrándose salió de la sala. Arya le siguió con paso decidido y abrió las puertas- ¡Si alguien más entra, y no es para decirme que el ejército está listo, le cortaré la cabeza en ese mismo instante! ¡Se la cortaré yo misma!
     Los soldados que guardaban la puerta estaban temblando, aunque ellos fueran armados y ocuparan el doble de espacio que la reina. Y el miedo que sintieron esos hombre se propagó como una enfermedad por todo el castillo, por todo el reino. No había nadie que no la temiese, no había nadie que no sintiese su desesperación. "Humillada... Nunca más."

La sala real del Reino de Lakslane y Turdland estaba mucho más poblada. El castillo estaba en obras, habían decidido construir un par de alas más y algunos torreones, y trasladar todo lo del castillo de la antigua Lakslane a éste. Ahora que debían reinar sobre un territorio el doble de grande, el castillo también debía ser el doble de magnífico. 
     La sala real estaba reluciente, brillaba desde el suelo a las cortinas, y cuarenta guardias bien entrenados guardaban todas las entradas. Christine y Richard estaban sentados en sus tronos, el rey más elevado que ella. El que una vez fue su Guardia real, ahora la miraba por encima del hombro. Richard estaba sombrío, distante, cada día más que el anterior. Tenía ojeras, había perdido muchísima masa muscular y se había afeitado la cabeza y recortado la barba. Había perdido todo ese espíritu de gigante pelirrojo que tuvo en su tiempo, ahora sólo era un Rey con mal aspecto.
     Christine seguía siendo prácticamente perfecta, su cabellera brillaba con vida y sus ojos se veían felices. Reposaba cómodamente sobre su trono y daba instrucciones a sus súbditos para preparar el último ataque mientras Richard asentía en silencio. Pero Christine no era la misma. Le había dolido ver cuánto había sido reducido el Consejo real, después de que su marido expulsase a los que, a su parecer, eran los mejores consejeros. Christine debería estar terriblemente feliz, pues había conseguido un reino poderoso y al fin, un marido, pero no era feliz. Su reino estaba amenazado y su marido apenas la miraba. Christine era incapaz de ser feliz. Era incapaz de saber qué sentía o en qué pensaba Richard.
      -Eso es todo, majestad -dijo un hombre regordete a los pies del trono-. Todo está listo para atacar, podemos partir mañana a la mañana.
      Christine iba a responder, pero Richard se adelantó. Su voz sonó rota, dolorida.
    -Partiremos esta noche, a las doce -dijo el rey, sin apartar su mirada de la ventana, observando como los magos se entrenaban en el patio. No son malos del todo, pensó.
     -Pero... majestad, necesitan descansar. Dormir. Y hay muchos carros por cargar -El hombre no se atrevió a mirarle a la cara y su voz temblaba sin parar.
    -Richard, querido... -Christine posó su mano sobre la del rey- Él tiene razón, será mejor que salgamos mañana.
      -Será esta noche. Y no hay más que hablar.
     Richard lanzó un polvo - piedras trituradas - por la ventana, dijo unas palabras extrañas y sacó la vara por la ventana. Puso un pie sobre ésta, y saltó. Cayó con gracia, como una hoja o una pluma, hasta el patio. 
     -¡Eh! -Los soldados que practicaban la magia se arrodillaron al verle- La guerra empezará esta noche, vendréis conmigo ahora y haremos unas prácticas especiales hasta que partamos. Seguidme.

Arya estaba desesperada por atacar de una vez, así que aunque todos sus capitanes y consejeros le dijeron que lo mejor sería reponer fuerzas y marchar al alba, ella ordenó marchar en una hora. Eran las once de la noche cuando los soldados de Strawgoh se prepararon para partir. 
     A la una de la mañana empezó a llover en gran cantidad, los soldados de ambos frentes se quitaron las capas empapadas mientras avanzaban hacia el enemigo. Christine y Richard comandaban el ejército, seguidos por Acantha, Skar y el resto de bandidos y bandidas supervivientes. No quedaban muchos. Christine llevaba una armadura dorada pegada al cuerpo, y una lanza hecha de oro y diamantes. Richard llevaba una espada colgada del cinto, una túnica con una cota de malla debajo y la vara en la mano. Afirmó repetidamente a sus hombres y su reina que no necesitaba más armadura, y cuando desenvainó al tercer intento de convencerle, decidieron dejarlo ahí. Arya llevaba una armadura vieja y ligera, y una espada larga y fina. Skar llevaba otra armadura ligera, dos cuchillos a su espalda y el arco en la mano. El pelirrojo comandaba a los bandidos, armados con todo tipo de espadas, arcos y lanzas. Un gran grupo de mujeres con armadura seguían a Acantha.
     -¡Eh chicas! -dijo uno de los soldados de caballería- ¿Por qué no os ponéis una armadura más bonita? ¡Para alegrarnos la vista en la batalla!
      Acantha y algunas de sus mujeres se giraron para replicarle, aguantando sus fuerzas por matarle. De repente una bola de fuego alcanzó al hombre en la cara, y todos los que había a su alrededor dejaron de reir. Su caballo huyó asustado, a los bosques.
       Richard observaba a Acantha y los caballeros, y sin decir palabra, se giró y siguió avanzando.
     La hierba estaba inundada, los árboles bailaban al son del viento y el cielo estaba negro, sólo iluminado por la luna, las estrellas y los rayos que caían cada pocos minutos. Richard, Christine y todo el ejército, con muchos menos hombres de los que había al empezar la guerra, pararon frente a una gran esplanada vacía y mojada. Esperaron allí, mientras notaban las gotas de lluvía golpeando sus armaduras y poco a poco oían con más claridad como las tropas de Arya se aproximaban. Hasta que frente a ellos, a unos pocos metros, vieron como de atrás de la colina surgían miles de figuras humanas, todas siguiendo a una mujer rubia con armadura blanca, montando un caballo del mismo color. Richard alzó la vara, cogió una piedra con un rayo dibujado, y al colocarla bajo su vara una gran cantidad de rayos cayeron sobre la vara para meterse dentro de ella hasta que el mago les ordenara atacar. Christine y Arya desenvainaron para que todos sus soldados las imitaran, Skar y el resto de arqueros colocaron sus flechas.
      -¡Arqueros, alzad las flechas! -gritó con fuerza Richard.
     Así lo hicieron y siguiendo la orden de la magia de Richard, todas ardieron en llamas en su punta. A la otra banda del campo, Arya sacó dos espadas de su vainas y todos sus soldados así lo hicieron también. Y sin alzar palabra alguna, todos los caballos de Strawgoh empezaron a cargar mientras una lluvía de flechas en llamas caía sobre ellos.

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