lunes, 2 de febrero de 2015

Capítulo 14

La marea estaba inquieta y Richard descansaba solo en su barco. Estaba muy inquieto, Keithl, Christine, Acantha y el resto tenían una batalla enorme a sus puertas, y Richard se había ido. Pero él sabía que es lo que tenía que hacer. Si conseguía a los magos, todo cambiaría. Había habido ya demasiados ataques, sobretodo cerca de poblados y pequeñas ciudades, lo que causaba muchas bajas de inocentes. De todos los países. Sabían a ciencia cierta que Arya dirigía todo su ejército a Turdland, que quería atacar el castillo y conquistarlo, quebrar los ánimos de los ciudadanos y los soldados. Poner la balanza a su favor y ganar muchísimo terreno de golpe. No podían permitirlo.

    Tenía decidido declararse a Christine al volver. Ella estaría en la batalla, así que cabía la posibilidad de que ella no estuviese cuando él volviera. Al igual que podría ser que esta enorme batalla no acabara la guerra. No podía desperdiciar la oportunidad, mientras los dos siguieran con vida, ella tenía que saber que significaba para Richard. Además de una reina estupenda, que se preocupaba por su pueblo y llevaba a cabo una política exquisita, era una mujer increíble. Richard estaba enamorado de sus ojos, de su pelo, de su voz, de su cuerpo, de su todo. Christine era bondadosa, justa y ambiciosa. Pero a la vez firme y recta. Era perfecta en todos los sentidos, y él sabía que había más de un hombre que lo daría todo por ella. Keithl le aseguró que ella le amaba, y quiso creerle.
     No pudo evitar llorar al pensar en Keithl, no sabía si de alegría o de tristeza. Después de tantos años, Richard volvía a tener familia. Familia. Los recuerdos de su infancia volvían poco a poco, y Keithl le había explicado mil aventuras. Richard ya había oído mucho de él, pues tenía que estar informado sobre lo que pasaba en Strawgoh y Lakslane al ser jefe de la Guardia real. Siempre le había parecido alguien muy valiente y fuerte, aunque nunca podría haber permitido a alguien así en Turdland. Tendría que haber solicitado una reunión y amablemente tratar con él hasta conseguir que parasen sus actividades y ofrecerle todo lo que pudiera. No se podía permitir que otros se tomaran la justicia por su mano, pero tampoco acabar con aquellos que buscaran la paz. Como hacia Arya. La reina Arya había tramado mil formas horribles de acabar con los planes de Keithl, tanto como bandido como rey. Richard no soportaba a Arya, si al volver ella seguía viva, si la encontraba en la batalla, la apresaría y la llevaría a juicio. Se aseguraría que se pudriese en prisión y llevaría la paz a Strawgoh. El país podría volver a producir riquezas, alimentos, los aldeanos serían felices y las calles estarían limpias. Richard cambiaría tanto si fuera rey... Pero no quería serlo, ser rey significaba que Keithl tendría que morir. No imaginaba un mundo sin Keithl, sin familia, otra vez.
     Richard no quería ser rey, pero sabía que si declinaba la oferta de Keithl llevaría a Lakslane a otra guerra civil y no podía permitirlo. Lakslane había sufrido mucho, y habría sufrido muchísimo más si no fuese por Keithl y sus compañeros. Le interesó mucho la historia de Acantha. Él la había conocido como una joven fuerte, decidida y con una voz que resonaba. Era muy hermosa y terrible en combate. Pero Keithl le contó que cuando la conoció no era más que una niña pequeña y asustada. Le contó lo de Puck y a Richard se le rompió el corazón. Se sentía terriblemente próximo y atado a Acantha, como si él tuviera también el deber de cuidarla.
     A lo lejos, vio tierra. Preparó sus bolsas, guió la barca hacia la isla y observó. Era pequeña, y no tenía casi nada de costa. Había lugar para una gran embarcación, tenía la mitad de la isla cubierta de bosque y el resto era una enorme cueva. Allí dentro vivían los magos.
     Tenía que convencerlos, tenía que llevarlos a ellos o a su magia a la batalla. Tenía que salvar a Christine, el amor de su vida, a Keithl, su hermano, a Acantha, su protegida. Tenía que conseguirlo por Jack, Skar, por sus compañeros. Necesitaba a los magos.

Finalmente llegó a tierra, dejó la barca bien atada y entró en la cueva. Nadie le recibió, y el interior de la cueva estaba iluminado y cuidado. Avanzó sin miedo por un pasillo preparado para que pareciese más que una cueva, un palacio. Al fondo, vio la luz de un candelabro. Andó más deprisa y se encontró con un hombre mayor, totalmente calvo y leyendo un libro. Al verlo, lo cerró y se levantó.
     -Te esperábamos.
     Richard le estrechó la mano y el mago le pidió sus pertenencias, se las dio y el anciano se fue con las bolsas a la que sería su habitación. Eran más hospitalarios de lo que pensaba. Se quedó solo unos segundos, y otro mago anciano llegó, con una barba prominente y también sin pelo en la cabeza.
     - Sígueme, será rápido.
     Richard no sabía qué quería decir, pero le siguió. En ningún momento le dio la sensación de estar en una cueva desde que pasaron el lugar donde le recibió el anciano con el libro.
     El suelo estaba totalmente cubierto con tablas de madera y el techo tenía pinturas de estrellas, mapas o fórmulas. En las paredes colgaban cuadros y antorchas y había decenas de puertas de madera, cuidadas y pintadas y todas tenían un cartel sobre el dintel para indicar qué había al otro lado. Tenían baños comunes, baños privados, cocina, un pequeño mercado de intercambios, centro de mensajería, sala de bañeras, biblioteca, salón, sala de juegos ... Aparecían pasillos a ambos lados cada tantos pasos y Richard continuaba detrás del mago, cruzaron una especie de plaza con una fuente en medio, un puente colgante tan largo como el palacio de Turdland y una sala con una mesa enorme. Llegaron a una puerta, totalmente negra con un pomo blanco. El anciano le indicó que entrara.

En la sala había cinco hombres sentados, todos muy mayores. Había una mesa en el centro y algunas botellas y copas. Le ofrecieron asiento y bebida a Richard. Aceptó sin miedo ambos.
     -Nosotros somos el consejo de magos, decidimos cómo deben obrar los magos y cómo debemos relacionarnos con el resto del mundo. Protegemos a los nuestros y nuestros secretos, de extraños y peligros. No eres el primero que viene buscando nuestra ayuda. Algunos han venido a por una simple poción para curar a un ser querido, y le hemos dado sin dudar un pequeño frasco. Otros, querían pasar una tarde en nuestra biblioteca para aprender de nuestra historia, y les dejamos entrar con supervisión. Han venido, a lo largo de los años, reyes a pedirnos consejo y ayuda en batalla. Siempre les aconsejamos la paz. Y ahora, tu reina nos pide una y otra vez que nos unamos a ella. ¿Qué crees que deberíamos hacer?
     Richard dudó. Sabía que él era capaz e inteligente. Asesoraba y aconsejaba muchas veces a la reina en temas tanto militares como políticos, tenía un asiento en el consejo real y se le había obsequiado con una exquisita educación. Pero se sintió estúpido al lado de estos ancianos.
Cogió valor, pensó en Christine y se le hinchó el pecho. Después, simplemente dijo lo que pensaba de ella.
     -Mis señores, mi reina Christine de Turdland es justa. Ha llevado al país a su mayor época sin guerras, lo ha hecho avanzar tecnológicamente a niveles que nadie esperaría, ha construido caminos y puentes para comunicar hasta al más pequeño pueblo. Ha recompensado a todo aquel que haya servido de una forma u otra a su país y nunca ha pedido a un ciudadano aquello de lo que él no pueda prescindir. Ha tenido tratos con las islas del Norte, del Este y del Oeste, ha llevado a otros estados a la paz e incluso durante un tiempo consiguió una buena relación con Strawgoh. Pero la situación ha cambiado. Como bien saben, estamos en guerra -asintieron-. La reina dice que no quiere su poder para ganar la guerra o aplastar al enemigo, simplemente... está cansada. Llevamos años con esto, quiere volver a esa época gloriosa. Quiere acabar ya y salvar a tantos como pueda. Y con su ayuda, será posible.
     Los ancianos le observaron, en silencio. Se miraron unos a otros y, sin emitir sonido, hablaban entre ellos. Al cabo de diez minutos, el que primero habló volvió a dirigirse a él.
      -¿Por qué os ha elegido a vos la reina como el último emisario?
     -No quisiera sonar presuntuoso, así que usaré sus palabras -Richard intentó recordar todo lo que Christine le había dicho de él mismo, y se sonrojó-. La reina cree, primero, que soy buena persona. Que en varias veces he mostrado un juicio justo y que cuando podría zanjar problemas a golpe de espada, he usado la paz. Cree que soy de ánimo inquebrantable, de fuerte corazón y de gran espíritu. Dice, que si aceptáis su, mi petición, descubriréis desde este día hasta el día en que acabe la batalla que soy una persona digna.
     -La reina os tiene aprecio -dijo quedándose prácticamente sin aliento el anciano que estaba más alejado de Richard.
     -Además de mi reina -dijo con orgullo-, es mi amiga.
     -Bueno, eso es bueno... -dijo otro que llevaba un extraño sombrero.
     -Ser Richard, ¿conocéis cómo decidimos si prestar ayuda o no?
     -Dicen que podéis leer la mente.
    -No es eso exactamente. Leemos el corazón -Richard intentó no parecer asombrado o curioso, como un niño pequeño. No lo consiguió-. Miramos profundamente en el interior de una persona que se abra a nosotros, y sabemos si es de nobles o sucias intenciones. Si se deja persuadir por riquezas y poder inmerecido o si sabe que tiene lo que merece. Sabemos si es un peligro o si podemos confiar en él. Ser Richard, ¿nos permitís?
     -Cuando quieran.

Richard esperó y los ancianos le miraron fijamente. Luego, notó un calor en el pecho y se sintió desnudo, indefenso, sin secretos. Uno a uno relajaron sus hombros, dejaron de mirarlo y se dejaron caer sobre el respaldo de su asiento. Cuando el último lo hizo, volvieron a discutir entre ellos.
     -Sois -meditó unos segundos y dijo- diferente.
     -Curioso -dijo otro.
     -Especial -dijo el del sombrero.
     -¿En qué sentido? -preguntó Richard.
   -Hemos visto bondad en tu corazón. Vemos que eres noble, eres valiente y que luchas por los necesitados. Vemos que eres firme en tus valores, y que tienes personas muy cercanas a tu corazón. Que harías lo que fuera por defender a aquellos a los que quieres, pero siempre evitarías levantar la espada.
      -Vemos que eres justo, que no castigas sin saber. No eres envidioso, ni codicioso, ni buscas poder más allá del que tienes. Tienes potencial para ser -El anciano titubeó
      -Un héroe -intervino su compañero.
      -Exacto -sonrió el primero. Era una sonrisa gastada.
      -Entonces, ¿aceptáis nuestra petición?
     -No -El anciano que le había recibido habló con una voz firme y fuerte, y Richard no creía lo que oía-. Hay algo, unos miedos, unas preocupaciones. No podemos, ninguno de nosotros, ver bien qué es. Pero hay algo en tu corazón que te convierte en alguien -el anciano dudó qué palabra usar.
     -¿No soy de fiar? -preguntó Richard con el orgullo herido.
    El hombre del sombrero extraño habló con seriedad.
     -Vemos en tu corazón que podrías convertirte en un gran héroe. O en un mayor villano.

Richard se sintió herido, destrozado. ¿Él, un villano? No tenía sentido. Llevaba años luchado contra las malas personas. Nunca había herido a alguien por placer. Nunca. No entendía lo que le dijeron los ancianos, al acabar la reunión simplemente les pidió marcharse y si podían mostrarle su habitación. Ellos, hospitalarios, accedieron pero le dijeron que debería marcharse a la mañana siguiente. Era peligroso mantener a invitados como él en la isla, con tantos secretos cerca. Richard se fue a la habitación y se tumbó en la cama.
     Mantuvo la mente en blanco, dándole vueltas a las mismas ideas durante horas. Pensando en la guerra, en los niños que sufrirían, en Christine luchando por la paz, en Acantha y Keithl dando un último golpe para acabar la guerra. Pensó en cómo le mirarían si volvía con las manos vacías, sin ayuda. ¿Le aceptarían Christine, Keithl? Sí, por supuesto. Le dolió haber dudado de ellos, su familia. Se sintió en deuda con ellos, que nunca dudaron de él. Y supo qué debía hacer.
     Saltó de la cama como un gato y buscó a ciegas por la habitación. Salió de ésta en silencio, un silencio total teniendo en cuenta su tamaño. Supo que tenía que conseguir lo que se proponía, y nadie debía notar su presencia. Dejó la puerta de su cuarto abierta y se paró en el pasillo. Miró a ambos lados. Giró a la derecha y empezó a andar, entre pasillos buscando la sala que buscaba. Pasó por delante del comedor,de la sala donde le habían recibido y de la biblioteca, que le llamaba la atención. Finalmente vio una puerta vieja pero cuidada, con un cartel sencillo: Dormitorios.
     Con cuidado y cautela entró dentro, y vio decenas de camas y gente dentro de ellas. Eran altas horas de la madrugada, y los magos, por muy poderosos que fueran, eran ancianos. Todos dormían profundamente y ninguno se percató que había un intruso en su dormitorio. Y sin saber muy por qué, sin saber por qué había elegido esa manera y no otra, se acercó a la primera cama que vio y bajó la mirada hasta encontrar a la persona que había en ella. No pudo distinguir su cara, pero encontró su cuello.

Uno a uno, los mató. Les rajó el cuello a todos los magos, del primero al último. Y ninguno de ellos sufrió ni sabría nunca quién había sido su asesino.
     Richard no lo hizo por rabia, no tenía nada en contra de los magos. No le habían dolido tanto sus palabras como para matarles. Simplemente, sintió que debía acabar con ellos. Eran una amenaza para él y Turdland. No sintió remordimientos mientras cortaba sus cuellos, ni al dejar la habitación llena de sangre, ni al cruzar esa que había sido su casa y que ahora estaría siempre vacía. No sintió remordimientos al llegar frente a la puerta de la biblioteca, y pensar que estaba a punto de robar todos los secretos de los magos.
     Si los magos no querían prestar su ayuda a Richard, él tendría que aprender magia.

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