sábado, 31 de enero de 2015

Capitulo 12

En el año 1178, el día 1 del sexto mes, Lakslane y Turland entraron en guerra oficialmente con Strawgoh.
El rey de Lakslane era Keithl Mysoren, antiguo líder de los bandidos e hijo secreto del rey Branwen. Era joven, pero llevaba ya 4 años como rey y había envejecido rápidamente. Había adelgazado, pero a la vez estaba más musculoso y fuerte. Luchaba con una espada larga y fina y era increíblemente rápido, casi tan rápido era luchando como hablando. Su voz era impotente, como su mirada, y nadie podía enfrentarse a él. Era terrorífico, podía hacer que te enamoraras de él con una palabra o que enmudecieras por el resto de tu vida con una mirada. Sólo una persona fue capaz de escapar de su embrujo, y embrujarle a él.
Arya era la reina Strawgoh. Roland había muerto dos años antes, teóricamente a manos de Keithl. Esa no era la verdad, Arya le había matado para poner a su pueblo contra el estado de Lakslane. Y lo había conseguido. Durante dos años no había atacado, pero su ejército crecía sin parar. Muchos se alistaban después de verla en una de sus apariciones públicas donde explicaba con detalles como Keithl la había violado y asesinó a su marido. Su rey. Los hombres, embobados con su belleza, se veían de repente con unas ganas terribles de vengarla y acabar con Keithl. A los que no podía convencer, simplemente les obligaba a alistarse.El ejército de Strawgoh era mucho más numeroso que el de Lakslane y Turdland combinados, pero los soldados de Keithl eran más curtidos y los de Christine tenían mejores armas.
Christine era la reina de Turdland. Reina soltera, sin rey, y amada con todos. Al igual que Arya, era bella y poderosa, pero era una buena persona. Arya no. Comandaba en persona su ejército, pues decía que una mujer podía hacer lo que quisiera, y ella quería dirigir y luchar. Pero aún no había tenido oportunidad, los dos frentes llevaban los dos años de guerra preparándose, construyendo fortificaciones y aumentando su ejército. Christine había enviado a varios emisarios a las Islas del Sur, a acabar sus tratados con los magos y hacer que éstos se unieran a ella. Pero no era algo tan fácil, los magos eran pocos y su magia moriría con ellos, no estaban dispuestos a ir a la guerra por el primer rey - o reina - que se lo pidiera. Sólo una persona pudo convencerles, así fue como ocurrió.

-Christine, necesitamos ya a los magos, alguien debe convencerles -dijo Keithl,
     Llevaba una larga melena negra recogida en una cola. Llevaba una armadura ligera y bebía vino con tranquilidad. Estaba reunido con Christine y sus consejeros: el jefe de su guardia real, un soldado pelirrojo enorme, y algunos nobles de Turdland. Keithl llevaba dos años viéndose con ese guardia, pero nunca había hablado con él y ni siquiera sabía su nombre, pero siempre pensaba lo mismo: Le conocía de algo. Pero una guerra no era momento para reunirse con el jefe de la guardia real de tu aliado y preguntarle si habían bebido juntos alguna vez. Christine llevaba veinte nobles, todos habían ofrecido gran cantidad de hombres. Algunos eran mayores, otros jóvenes, algunos fieros y otros diplomáticos. Toda clase de hombres y desde el primero hasta el último de ellos darían su vida por su reina. Sin dudar ni un segundo, sin miedo. Eso hacía Christine, ponía a todo el mundo de su lado, era una gran reina y joder, era preciosa. Los consejeros de Keithl eran los nobles: Diorx, Dent, Oldie, Faust y Iago; y sus capitanes de ejército: Skar, Jack, Min, Luke y Men. Había otra persona con ellos, una chica joven y negra que vestía cuatro trapos. Se habían reencontrado dos meses antes con Acantha, y les había proporcionado un gran ejército de guerreras, cada una de ellas tan válida como cualquier hombre curtido en batalla. Nadie se atrevió a discutir su valía, Acantha había heredado la mirada de Keithl.
     -No es fácil, son... testarudos -dijo Christine, a falta de mejor palabra.
     -¿Qué piden? 
     -Cosas que no podemos entregarles.
     -¿Y qué tenemos que podamos entregarles?
     -Nada, nada es comparable a la magia. Nada es comparable a su poder.

Todos se quedaron callados, Keithl y Christine eran tan imponentes que normalmente en las reuniones sólo intervenían ellos. Algunas veces Faust, Oldie o Jack, o algún noble de Christine. El enorme pelirrojo nunca había hablado, hasta ese día.

      -Mi majestad -dijo, con una severa y grave voz-, permitidme ir a mí.
     -Imposible, tu deber es proteger personalmente a la reina. A mí. No... puedes separarte de mí. De la reina -parecía que Christine no se decidía si tratarlo con la rudeza propia de una reina o una ternura no tan común en una reina hacia su guardia real.  A Keithl le sorprendió, pero no le pareció un signo de debilidad de la reina.
     -Sé cuál es mi deber, pero creo saber qué ofrecer a los magos.
     -¿El qué? -preguntaron Christine, Acantha, Keithl, y algunos nobles.
     -Un hombre, una vida.
     Christine se levantó.
     -¡No puedes sacrificarte por mí! No permitiré que mueras...
    -No, eso no -La voz del gigante pelirrojo era calmada, Keithl se vio a si mismo retratado en ese hombre. Alguien le vino a la cabeza, tenía la sensación que sabía quién era, pero no sabía en quién pensaba. Por alguna razón, pensó que Acantha sentía lo mismo que él-. Me ofreceré a ser mago. A salvaguardar sus secretos. A no dejar que la magia muera con ellos. 
     -¿Y por qué tendrían que aceptarte? -preguntó Acantha, sin importarle que fuese una bandida hablando a un guardia real. No dudaba, ni mostraba miedo, nunca. 
      -Dicen que los magos pueden leer los corazones -aclaró Christine-, que saben si eres válido o de confianza al momento. Por eso algunos de nuestros emisarios no pudieron ni hablar con ellos, los magos decían que no eran personas dignas de discutir. 
     -¿Eres digno? -preguntó Keithl, por primera vez miró a ese hombre directamente a los ojos y recibió una mirada a cambio. "¿Quién eres?" pensó.
     -Lo es -respondió Christine sin dar posibilidad de hablar a su guardia-. De acuerdo, irás tú. Redacta esto -se dirigó a un escribano, que mojó pluma en la tinta-: Yo, Christine, reina de Turdland, junto a Keithl, rey de Lakslane, os enviamos a nuestro último mensajero. Sí, último, será el último. Para firmar un tratado y alianza, contra Strawgoh y la reina Arya. Este hombre, mi guardia personal, el jefe de la guardia real, es de confianza y de corazón noble. Aceptadle, y dadnos a cambia vuestra magia. -firmó el papel y luego lo alargó a Keithl y Richard para que hicieran lo mismo.

Keithl tuvo dos pensamientos en ese momento. 
      El primero, que sabía con quién relacionaba esos ojos y esa voz. Le habían traspasado la memoria desde la primera vez que los había visto y oído, y por fin recordaba a quién lo conectaba. No había duda, Richard, Pero, ¿cómo podía relacionarlo después de tantas décadas sin verle? Llevaba dos años reuniéndose con este hombre, y ahora por fin sabía, a ciencia cierta, quien era. Richard, su hermanastro, a quien Maslan mató hace años, cuando era sólo un niño. Pero, no lo había matado, estaba delante suyo. ¿Le habría reconocido él?
     El segundo pensamiento lo tuvo y lo confirmó en el momento en que Richard y Christine se miraron y hablaron. Se amaban, con un amor puro y sano, no como el que sentía Keithl por Arya. Keithl se imaginó a si mismo y rememoró uno de los incontables encuentros sexuales secretos que tuvo con Arya desde que se acostaran por primera vez. "No hay nada mal en quedar a escondidas para follar, por mucho que sea Arya." intentó convencerse a si mismo.

Cuando la reunión acabó y todos se prepararon para irse, Keithl pidió unos minutos a solas con Richard. Todos pensaron que le daría algunos útiles y necesarios consejos para su futuro encuentro con los magos. 
     -Sí, ¿majestad? -Richard le sacaba una cabeza y era el triple de ancho que él. Sus brazos eran enormes y su voz como un dragón. Keithl nunca se había sentido tan seguro en su vida. Era justo lo contrarío a lo que sentía cuando Arya le ponía un cinturón en el cuello mientras la penetraba para hacer más interesante el sexo. Dios, ¡cuánto odiaba a esa mujer! No podía esperar a verla.
      -Richard, creo... que ya nos conocíamos. 
     -Me sois familiar, la verdad, pero no consigo ubicaros -Richard se sintió como desubicado teniendo esta conversación con el rey de Lakslane.
     -¿Qué os lo hizo pensar?
     -Vuestros ojos, vuestras maneras... me son muy familiares.
     -¿Y mi nombre?
     -No, vuestro nombre no.
     -¿Qué? -Keithl estaba perplejo, ¿no le relacionaba con Keithl, su hermano?- ¿No habéis conocido antes a otro Keithl?
      -No es un nombre común, majestad.
      -Lo sé, pero...
      -¿Es eso todo? Lo siento, majestad, pero tengo prisa.
      Keithl estaba nervioso, se sentía dolido. Estaba seguro que Richard era quien creía.
      -¿Qué recordáis de vuestra infancia? -preguntó Keithl.
      -No tengo porqué hablar de mi vida privada, lo siento majestad. Pero yo sólo acepto órdenes de mi reina-. Ahora Keithl sí tuvo miedo. Dios, el cabrón es enorme. Y vaya barba.
     -El tratado de alianza dice que todos se someten enteramente a los dos reyes. ¿Qué recordáis de vuestra infancia?
      -Nada -respondió con sequedad.
      -¿Cómo? -Keithl parpadeó confuso.
      -No recuerdo nada, algo horrible pasó y mis memorias desaparecieron. No recuerdo la cara de mis padres, ni cómo era de pequeño. No recuerdo la casa donde vivía ni por qué me fui de ella. El primer recuerdo que tengo es llegar a Turdland, pobre y sin techo, y pedir un puesto como soldado.
      -¿Por qué en Turdland? No eres de allí. Eres de...
      -¿Cómo lo sabes? 
     -¿Qué? ¿Cómo sé que no eres de Turdland? Bueno, yo podría contarte cosas de tu infancia... Yo sí las recuerdo. Puedo hablarte de tus padres, tu casa, lo que pasó... puedo hablarte de tu hermano. 
    Richard desenvainó una espada tan grande como Keithl y se la puso en el cuello, el rey no tuvo miedo.
     -Eso que acabas de hacer sólo te llevaría a la muerte -dijo Keithl sonriendo.
     -Soy más rápido que la muerte, ¿cómo sabes nada de mi hermano? 
     -Tal vez he oído hablar de él. 
     -Sólo le mencioné una vez, a-
     -A la reina -interrumpió Keithl-, la amas, ¿no?
     Richard estalló en rabia y levantó la espada. Todo sucedió muy deprisa, se habrían cantado grandes canciones si hubiese habido algún testigo. El espadón cayó con la fuerza de un torbellino sobre Keithl y éste lo esquivo con gracia, pero parecía que no se hubiese movido. Richard siguió atacándole y Keithl lo esquivaba como quien juega con hojas que caen de los árboles. Finalmente, desenvainó y paró un golpe. No resultó tan fácil, Richard tenía una fuerza increíble. Si la espada del rey no fuese milenaria y de un acero extraordinario, se habría partido y Keithl habría muerto. Pero el acero resistió, y Keithl consiguió frenar el golpe. Nunca habia sentido tanto dolor en el brazo, ¡vaya fuerza tenía su hermano!
     -¡Yo soy tu hermano! ¡Unos bandidos mataron a nuestros padres, y siempre creí que también te habían matado a ti! ¡Mírame, recuérdame! ¡Soy tu hermano!
     Dejó caer la espada, desarmó a Richard y le dio un puñetazo. De alguna forma, consiguió hacer caer a ese gigante. Y tal vez la combinación del golpe, de sus palabras directas y de esa oratoria, confianza y poder que Keithl había mostrado, ya propios de él en su niñez, devolvieron la memoria a Richard.
     El gigante, débil como una persona, cayó en lágrimas. Abrazó a su hermano y le pidió perdón mil veces por olvidarle y otras mil por nunca haberlo buscado. Nunca le perdonó por esa pelea, ambos estuvieron de acuerdo que fue divertida. Los dos eran fuertes, rápidos, y con una predisposición a ponerse en peligro sólo a cambio de diversión. Richard le confesó que sí amaba a Christine, por encima de todas las cosas, pero que nunca se lo había confesado. Keithl le dijo que daría su brazo si se equivocaba, pero Christine le correpondía. Y que necesitaba su brazo para la guerra. Hablaron del amor, y la guerra, Keithl le confesó su amor por la enemiga, y sus encuentros secretos. Richard nunca pensó que su hermano hubiese matado a Roland y entendía lo que sentía por Arya, él la había visto un par de veces, acompañando a Christine, y se había visto tentado a dejarlo todo por robar a esa reina. Su poder era incalculable, podía controlar a cualquier hombre. 
     Keithl, cegado por su amor, nunca se interesaba mucho por los rumores sobre Arya. Richard le puso al día y le dijo que todos eran ciertos. Arya había contratado piratas, saqueadores, soldados de islas del norte y del este. Había obligado a todo hombre mayor de edad a luchar por ella, y a todo hombre menor de edad que tuviese cuerpo suficiente para llevar armadura. Cuando un día pensó que quería un ejército mayor, el más grande de la historia pasada y futura, incorporó también a mujeres. Podrían pensar que alguien como Arya, sumida en su propio poder y deseosa siempre de más, vería a las otras mujeres como amenazas. Arya no conocía el concepto de amenaza, sólo veía a las personas como marionetas, puestas en la tierra para servirla. Como hizo Roland en su momento, y como hacía ahora Keithl. Tal vez Arya sí conocía ahora el concepto de amenaza, pues Keithl era rey. El joven pensó que pensaría cuando conociese a Acantha. Y qué haria Acantha si la viera. Seguramente le escupiría en la cara y le gritaría con tanta fuerza su repulsión hacia ella que acabaría matándola a gritos. 

Acantha era poderosa, había reunido un enorme ejército y estaba, aunque a Keithl le daba vergüenza admitirlo incluso en sus adentros, increíblemente buena. Era una chica joven, negra, con unos senos increíbles, un pelo maravilloso y un cuerpo de infarto. De alguna forma, había adoptado y aprendido la técnica de Keihl (y también de Arya, Christine o Richard) para enmudecer o palidecer a cualquier persona con una mirada, o una palabra, o su simple aparición. A Keithl le llamaban El líder de los bandidos años atrás, a Acantha la llaman La reina bandida. 

Pasaron dos meses más de reuniones y encuentros. Keithl habló varias veces con su hermano, del pasado, Arya o Christine. Oh, el amor. Habían diseñado varias estrategias entre todos, para utilizar en el momento apropiado que empezara la guerra. Acantha les había puesto al día de su ejército, eran mujeres. No mujeres violadas, viudas o cabreadas. Eran mujeres dispuestas a morir por la paz, como cualquier hombre. Acantha no tenía tiempo para mierda machista. 
     Christine disponía de un ejército de 30 millones de hombres, todos tenían armas de fuego y espadas, además tenían carros increíblemente rápidos, cañones el triple de grandes que cualquiera de esa época, y una extraña arma que dispara varias balas por segundo. Incluso, vehículos aéreos. El fuerte de Turdland era la tecnología, las armas avanzadas y unas armaduras mucho más eficientes. Todos los hombres, incluso los de Keithl y las mujeres de Acantha, vestían sus armaduras. Turdland también construía las defensas, las torres para - sus - cañones, o los arietes.
     Keithl ofrecía 50 millones de hombres. Llevaban dos años entrenando con el sistema de Keithl y los bandidos, y de alguna forma había conseguido que fuesen más rápidos y mortíferos. Eran expertos con lanza, arco o espada. Cualquier arma les valía. Menos las de Turdland, no las entendían.
     Acantha ofrecía 15 millones de mujeres. Aunque la pequeña negra aseguraba que cualquier mujer podía valer para luchar si la entrenaba, era una sociedad altamente machista y no todos los hombres permitían perder a su criada, cocinera, o compañera de cama. Algunos habían cedido, ante la mirada de la Reina bandida.

En total, el ejército de Turdland y Lakslane ofrecía 95 millones de hombres. Strawgoh tenía 120 millones, entre soldados, piratas o isleños. Su superiodad numérica era peligrosa y el principal sustento para la victoria de Arya. Así que la estrategia de Christine y Keithl consistía en ataques simultáneos, para que el ejército enemigo tuviese que partirse y esa superioridad no fuese tan terrorífica. Y para que la estrategia funcionase, ellos atacaron primero. 

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